viernes, 1 de julio de 2022

CONCURSO LITERARIO JOAQUÍN TURINA. PRIMER PREMIO CATEGORÍA BACHILLERATO

¿Os han gustado los cuentos de Víctor y Sara?Pues ahora podéis leer ¡Peligro, no entrar!, ganador del primer premio de Bachillerato.  ¡Enhorabuena, Bruno Alonso Esteban, ya en 2º!


Peligro, no entrar

Te preguntarás qué es este cartel y qué hace aquí colgado, te resolveré todas las dudas en nada pero te recomiendo que leas rápido.

Ahora bien, empecemos por el principio. Nunca he conocido a dos personas con la misma opinión de Madrid. Los hay que la aborrecen, los hay que la respetan, los hay que mira déjame que tengo prisa. Yo me identifico mayoritariamente con el tercer grupo, los impávidos. De pequeña me importaban las cosas, lo juro, pero con la adolescencia vino el gris y poco a poco me fui alienando de mi vida. Me sentía una cáscara vacía con funciones de humano.

Por ello no te resultará anómalo que no me muriese de ganas de venirme al pueblo recién terminado el largo año escolar. Fue justo ayer cuando mi madre me despertó violentamente para meterme en el coche directa al pueblo. Pasé la mayoría del trayecto en una extraño estado de aturdimiento por el calor que se vio interrumpido por cierta pesadilla que no soy capaz de recordar. Me desperté de súbito y traté de respirar, pero el calor me impedía pensar, bajé la ventanilla del coche buscando frescor pero me recibió una ráfaga ardiente como el aliento del Chupi, el baboso perro que me esperaba en la casa de mi abuela. El resto viaje se me hizo francamente eterno, los prados y olivares pasaban invariables mientras el sol describía su perezoso arco por el cielo achicharrando a todos por igual.

Llegamos a casa de mi abuela para la cena. Mi madre se había mudado a la ciudad tiempo atrás, pero sus ojos se seguían iluminando al ver aquella casa llena de historias, y sí, incluso al ver a Chupi, perro al que yo envidiaba de pequeña porque él podía estar todo el año con la abuela, y yo tenía que volver a Madrid, pozo de mi alegría.

Esa misma tarde estaba yo sentada debajo del olmo de la plaza del pueblo, en el único resquicio de sombra que pude encontrar, cuando vi a Chupi corriendo como alma que lleva el diablo hacia la calle del bar. Me vi obligada a seguirlo, siempre me tocan a mí las desgracias.

Lo estuve siguiendo por el camino del bosque llamándolo a gritos pero el animal si más que aceleró en su

carrera desbocada. Ni con los canes tengo autoridad. Después de diez minutos, me planteé darme la vuelta

y dejar al animal a su suerte, al menos hasta la cena, que seguro que no se la saltaba el muy aprovechado.

Cansada y sedienta me giré en mis pasos, pero apenas había retrocedido veinte metros hacia la fresca

sombra del olmo cuando Chupi me ladró con sus ojillos de santo y me vi obligada a seguirlo.

«A ver a dónde me llevas granuja, que hay migas para comer.» El perro me ignoró completamente y

corrió hacia las rocas, de todas formas estoy acostumbrada al mismo trato de parte de personas. 

El primer escalofrío me llegó al ver al perrillo en la entrada de una cueva, negra como la boca de un lobo.

«Por favor no entres ahí, por favor.» Chupi entró felizmente en la caverna con sus dulces patitas.

Yo lo seguí, qué remedio, aunque aquel asunto me daba mala espina. No soy especialmente supersticiosa,

pero el mal acecha por las esquinas, o eso dice mi abuela. Seguí a mi compañero hasta el borde de un

charco donde la pequeña cueva terminaba. Dando gracias a Dios, me acerqué al chucho para agarrarlo

bien no se me fuera a escapar. 

Y ahí justo fui a tropezar con una mísera piedrecilla y me caí de bruces en el charco. Lo primero que sentí

fue un frío helado, seguido por un dolor agudo en mi frente, que fue a dar con el fondo del acuífero.

Resollando y maldiciendo al perro, al pueblo y al charco, salí del agua calada hasta los huesos y de bastante

mal humor.

Nada más salir me di cuenta de que el perro se había desvanecido. Tendría que ir sola mojada hasta casa. 

Una vez me hube cambiado de ropa y descansado un rato, creí conveniente informar a mi querida madre

de la desaparición de Chupi. Bajé a la cocina y, quién lo diría, allí estaba el bendito animal echado al

fresco. Me sorprendió que no reaccionase al verme, pero supuse que estaba dormido y seguí hacia

el comedor para encontrar a mi abuela cosiendo. La llamé al acercarme pero no me oyó ni me vio ni

demostró de ninguna manera que sabía de mi existencia entre ella y el televisor. Preocupada, decidí buscar a mi madre y avisarla,  pero justo al girarme vi algo que me heló la sangre en las venas. El pequeño espejo del recibidor… no me reflejaba. Me acerqué con el corazón en un puño para llegar a la conclusión de que mi cuerpo debía haberse desvanecido.

Recordé la historia que me contaba mi abuela en mi más tierna infancia. Una joven mujer musulmana se había retirado a vivir a las formaciones rocosas cerca del pueblo y salía en la noche de San Juan para atormentar a los apacibles vecinos. La gracia me costó varios meses de pesadillas, pero hace ya tiempo que pararon y casi lo había olvidado. Miré el calendario de la nevera, 22 de junio, la legendaria mora había decidido adelantarse un día en sus fechorías, igual tenía cosas más interesantes que hacer.

Decidí volver a la cueva y demandar que se me devolviese mi corporeidad, que no necesito pasar más desapercibida precisamente . Llegué al lugar con el ocaso inminente y entré con el corazón en un puño. Espíritu o cámara oculta, lo que fuera, no dio muestras de vida. Decidí acercarme al borde del agua y me asomé para ver mi reflejo. Me sorprendió ver mi rostro devolviéndome la mirada, pero se me helaron las venas al darme cuenta de que no era el único rostro que me observaba. Algo, o más bien alguien me devolvía la mirada justo encima de mi hombro. Escuché un aliento helado en mi oído que murmuró: «si no quieres acabar como yo, huye». Ni que decir tiene que salí corriendo de aquel maldito lugar como no he corrido en mi vida. Volviendo al pueblo me perdí y di vueltas por el bosque hasta aparecer de nuevo en la plaza justo con el amanecer. Encontré a mi abuela barriendo la puerta de casa. «Ay qué horas son estas para uno de tus paseos, ¿eh? Anda baja y me traes dos barras de pan» Corrí hasta ella y la abracé mientras aguantaba las lágrimas que pugnaban por salir tras tantas emociones. Ahora entenderás por qué te advierto. Colgué este cartel en la entrada de la cueva (me costó muchísimo encontrarla) como advertencia, no entres. Por lo que más quieras da la vuelta y corre de vuelta a la seguridad.













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